Una manera de convertirnos en ciudadanos digitales
Mi primer contacto con la programación fue en 1967, cuando mi padre trajo al país una computadora para hacer composición tipográfica en frío y reemplazar las tóxicas linotipos. Era una mole dos veces más grande que una heladera, pero tenía apenas 4 KB de memoria RAM (un millón de veces menos que una notebook). La informática estaba en pañales y todavía no había nacido Arpanet, la predecesora de Internet.
Sin embargo, aquél dinosaurio electrónico me enseñó una lección disruptiva: antes de cumplir los 8 años ya sabía que las computadoras podían programarse. Al revés que a un martillo o a una bicicleta, era posible enseñarle nuevas destrezas, nuevos trucos. De hecho, vi a mi padre afanarse durante meses con un lenguaje arcaico y abstruso para que esa máquina aprendiera a silabear en español. Nos mudamos en medio y pasó al menos todo 1968 antes de que esa nueva tecnología (la fotocomposición) funcionara de manera aceptable; sólo en la década del '70 logró desplazar a las linotipos. La mayoría de los detalles se han borrado de mi memoria, pero recuerdo la cerosa cinta amarilla que salía de esa máquina y los voluminosos manuales en los que, como si fueran diccionarios, se listaban las palabras reservadas. No podía entender nada de todo eso (porque, además, ni siquiera estaba en español), pero el concepto de la programación quedó grabado en mi mente.
Hacia 1975, las calculadoras de bolsillo ya habían sido admitidas en algunos colegios secundarios como ayuda para los exámenes, pero con una condición: no debíamos programarlas. Increíble. Ese fue el año en que se fundó Microsoft. Al año siguiente nacería Apple.
En rigor, casi nadie sabía que esas calculadoras se podían programar, ni cómo hacerlo, pero, por si acaso, nos obligaban a atravesar un rito que me sabía a medieval. Antes de cada examen debíamos alzar las calculadoras para que el profesor verificara que estaban apagadas. De ese modo, cualquier programa grabado en la memoria se borraría.
Gracias a mi temprana experiencia con las computadoras, me puse a experimentar y descubrí que, en efecto, se podían escribir programas para resolver algunos de los problemas que nos planteaban en las pruebas. A escondidas, pensando que estaba haciendo trampa, aprendí a programar en un BASIC muy rudimentario. De nuevo, todo el secreto estaba en los manuales, que ahora habían reducido su tamaño. Típico de la informática. Sin proponérmelo, estaba adquiriendo destrezas que se probarían cruciales en el futuro.
En esos años de mi adolescencia, llegó a mis manos una HP-65. Esa calculadora permitía guardar los programas en pequeñas cintas magnéticas, algo así como las bisabuelas de los diskettes. De modo que luego del ritual medieval, volvía cargar mis programas y los usaba para verificar los resultados de mis cuentas. Muy pronto, la clandestina HP se volvió muy popular. Así que sí, podría decirse que mi primera actividad relacionada con las computadoras fue la distribución de software ilícito. Hablando en serio, esa práctica me enseñó una nueva lección: el código es poder. Con una cinta magnetizada que contenía un programa había desactivado el truco de los brujos de la tribu, que creían haber domado al demonio de las máquinas pensantes.
Muchos años después, cuando empecé a escribir sobre nuevas tecnologías, la transición fue sencilla. Sólo tuve que ponerme al día con los nuevos lenguajes y estilos de programación. Nunca pretendí dedicarme profesionalmente al código, y nunca lo hice, pero me entretuve muchas horas con eso. Como sabe cualquier desarrollador, programar es muy adictivo. Lógico. Estimula el intelecto en casi todos los aspectos. Requiere creatividad, orden, claridad, capacidad de planificar, pasión por resolver problemas, mucha atención y una lógica implacable. Programar es una magnífica manera de aprender a pensar.
CIUDADANÍA DIGITAL
Pero hay algo más. Vivimos en un mundo mediatizado por computadoras. Prácticamente todo lo que hacemos requiere de la informática. Llevamos cerebros electrónicos en nuestros bolsillos y 3000 millones de personas están conectadas a Internet, en la que todas esas máquinas conversan a velocidades inconcebibles sin que siquiera las oigamos, y lo hacen de la forma en que fueron programadas. La PlayStation 4 (que, por supuesto, es una computadora) puede hacer en un segundo tanta aritmética que a nosotros nos llevaría 63.000 años resolverla con lápiz y papel.
En un mundo así, la programación es una nueva lectoescritura. Si leer y escribir es condición indispensable para comprender el mundo y para estudiar todas las demás destrezas (incluida la programación, desde luego), saber los rudimentos de la programación permite ver a través de esa maraña de código que al lego lo confunde o lo engaña. La película "The Matrix" es una elocuente metáfora de cómo cambia nuestra mirada de un mundo gobernado por máquinas cuando aprendemos a hablar en su idioma.
Y más: durante 25.000 siglos creamos nuestras herramientas a partir de su función. Ahora, por primera vez en la historia, hemos dado un giro copernicano. Inventamos una herramienta -la computadora- que es todas las posibles herramientas. Depende de cómo la programemos. Sirve para escribir o para llevar hojas de cálculo, para ver una película, oír música, hablar por teléfono, sacar fotos, controlar una planta industrial o navegar por GPS. Una computadora sirve para diseñar una casa y también para diseñar una nueva computadora. Incluso podemos programarlas para que emulen cierto grado de inteligencia, lo que es a la vez formidable y escalofriante. Porque, ¿cómo serían las herramientas pergeñadas por un intelecto artificial?
Los coches autónomos (o sea, en los que maneja una computadora) ya están a la vuelta de la esquina, y se viene la Internet de las cosas, en la que los objetos cotidianos empiezan a incorporar inteligencia. Es decir, integran un cerebro electrónico, software y conexión con Internet.
En este escenario, deberíamos, como mínimo, enseñarles a nuestros hijos a hablar con las máquinas, a darles órdenes, a entender cómo piensan. No ya a usarlas a ciegas, sino a controlarlas y a comprender sus fortalezas y sus debilidades. Quizás muy pocos necesiten escribir código en el futuro, pero será el primer paso para convertirse en ciudadanos digitales..
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