Finlandia, PISA y hablar sin saber
Por Mempo Giardinelli
Dejo Finlandia impactado, como quien visita una versión del mítico “país de las maravillas” y descubre que sólo el frío implacable parece moderar elogios.
Independizados apenas en 1917 y zarandeados en la Segunda Guerra Mundial por la Rusia de Stalin y la Alemania de Hitler, los finlandeses se afirman hoy en una autonomía política y económica que les da resultado. Con pobreza cero y un ingreso per cápita anual de 37.400 euros, mantienen prudentes relaciones con aquellas potencias y también con Suecia, Estonia, Letonia y Lituania, países a los que los unen el Báltico, la historia y los barcos.
En cuanto a la Argentina, al menos las relaciones culturales son pocas pero muy interesantes. Aquí vivió tres años Alfredo Varela, el gran escritor olvidado autor de Río oscuro, la novela que filmó Hugo del Carril hace 60 años como Las aguas bajan turbias. Y en todas las universidades finlandesas se lee y estudia con fruición a Borges, el más respetado escritor de las Américas aquí.
Astor Piazzolla tocó en pueblitos congelados que lo ovacionaron, y se recuerdan memorables recitales de Susana Rinaldi. Y es que los fineses aman la música al punto que Jean Sibelius, además de prócer de la independencia, representa para ellos mucho más que un músico clásico universal. Como sea, tienen la extraña teoría de que el tango es originario de este país, y, verdad o no, lo cierto es que aman nuestra música. No son pocos los tangueros argentinos que recalaron en esta nación-isla, entre ellos una bandoneonista de origen lituano nacida en Banfield, Mercedes Krapovicka, discípula de Leopoldo Federico que hace años toca y compone aquí.
A propósito del Báltico, en la semana y en un modernísimo ferry desembarco luego de tres horas en Tallin, la delicada capital de Estonia que es a la vez una de las más sufridas y hermosas ciudades de Europa. De poco más de un millón de habitantes, el país tiene tres universidades, una de ellas dedicada a las Humanidades. Aquí también se agita el fantasma del Oso ruso, cuyo poderío militar se dice que desataría guerras en el Báltico como en Ucrania y donde quiera. Pero parece ser fantasma, nomás, porque el turismo ruso se expande en toda Europa y particularmente en Estonia, Letonia y Lituania, donde es claro que existe, aunque diluido, un temor histórico frente al enorme vecino. Países pequeños en territorio y de pocos habitantes, a lo largo de diez siglos fueron arrasados por potencias extranjeras (Dinamarca, Suecia, Alemania y Rusia por lo menos). Pero hoy eso para nada parece desvelar a quienes voy conociendo.
Por cierto, en el irreprochable, silencioso e impoluto tren bala que me lleva de Helsinki a San Petersburgo (tres horas y media atravesando bellas colinas y llanuras colmadas de nieve y pinos), recibo un e-mail que me envían amigos del Movimiento de Afirmación Yrigoyenista, el viejo MAY que fundara hace más de 20 años el inclaudicable senador por el Chaco Luis “Bicho” León. Estos militantes radicales proclaman: “Abandonar la obcecación por Macri y por el PRO que nos cierra el entendimiento, es prioritario”.
Mientras escribo esto, ya en territorio ruso y con temperaturas bajo cero que compiten con las de Finlandia, continúo preguntándome por qué extraña razón, que parece de colonizados, en Argentina dirigentes y también funcionarios se desvelan por las reiteradas malas calificaciones de nuestro país en los informes PISA, que no son más que una relación comparativa del nivel de rendimiento e inteligencia de ciertos grupos de estudiantes de diversos países (algo más de 60), sometidos a exámenes cada tres años, y que sin embargo acaba siendo considerado una especie de evaluación de la calidad educativa. En la cual, obviamente, el Tercer Mundo siempre califica mal.
En Finlandia y otros países en los que la educación goza de enorme prestigio social; donde los docentes son respetados por su autoridad en la escuela y en la sociedad; y donde las demandas alimenticias y de salud están en niveles óptimos, es casi natural que sus niveles históricos de eficiencia en los informes PISA hagan pensar que su sistema educativo es poco menos que perfecto. De hecho siempre, cada trienio, están en el tope. Pero el pequeño y enorme detalle que tal idea no considera es que el informe PISA no evalúa sistemas educativos, sino más bien los promedios de inteligencia de los mejores estudiantes de cada país.
Por eso no es difícil explicar el fenómeno finlandés, basado en su elevadísimo nivel de ingreso per cápita y en el rol del Estado en la planificación. Algunos ejemplos: el calendario escolar es de 190 días y además la semana escolar ronda las 30 horas, o sea seis horas de clase por día, de lunes a viernes, y con un máximo de 24 alumnos por clase. Los niños empiezan su vida escolar recién después de cumplir siete años, porque antes no se los considera maduros para aprender. La educación finlandesa (gratuita y obligatoria) atiende a los niños entre los siete y los dieciséis años, e incluye asistencia sanitaria gratuita, una comida caliente por día en el establecimiento escolar (cubre el 30 por ciento de la dieta básica) y también es gratuita la provisión de todos los libros y materiales escolares que cada niño/a va a necesitar durante su crecimiento.
Se descarta la memorización y, para evitar la competencia, los chicos no rinden exámenes ni reciben calificaciones hasta que cumplen once años. Los informes a los padres no son numéricos sino descriptivos, y valoran especialmente la curiosidad y la imaginación. Se estimulan la creatividad y la experimentación, y se fomentan la participación, el emprendimiento y la colaboración grupal. Se da enorme importancia al aprendizaje de idiomas (los niños fineses dominan tres o cuatro lenguas). Y como si eso fuera poco, a todo estudiante que vive a más de cinco kilómetros de distancia de su escuela el Estado le paga el transporte.
Mientras ellos ahora dicen que están en crisis porque en los últimos dos PISA no fueron primeros, aunque continúan en el podio, es obvio que a nosotros nos toca aprender muchísimo. Pero no de PISA sino de conciencias educativas como la de la sociedad finlandesa, y no para imposibles copias que resultarían grotescas. Bien harían los políticos y dirigentes argentinos en estudiar un poco más y hablar un poco menos al cuete.
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En cuanto a la Argentina, al menos las relaciones culturales son pocas pero muy interesantes. Aquí vivió tres años Alfredo Varela, el gran escritor olvidado autor de Río oscuro, la novela que filmó Hugo del Carril hace 60 años como Las aguas bajan turbias. Y en todas las universidades finlandesas se lee y estudia con fruición a Borges, el más respetado escritor de las Américas aquí.
Astor Piazzolla tocó en pueblitos congelados que lo ovacionaron, y se recuerdan memorables recitales de Susana Rinaldi. Y es que los fineses aman la música al punto que Jean Sibelius, además de prócer de la independencia, representa para ellos mucho más que un músico clásico universal. Como sea, tienen la extraña teoría de que el tango es originario de este país, y, verdad o no, lo cierto es que aman nuestra música. No son pocos los tangueros argentinos que recalaron en esta nación-isla, entre ellos una bandoneonista de origen lituano nacida en Banfield, Mercedes Krapovicka, discípula de Leopoldo Federico que hace años toca y compone aquí.
A propósito del Báltico, en la semana y en un modernísimo ferry desembarco luego de tres horas en Tallin, la delicada capital de Estonia que es a la vez una de las más sufridas y hermosas ciudades de Europa. De poco más de un millón de habitantes, el país tiene tres universidades, una de ellas dedicada a las Humanidades. Aquí también se agita el fantasma del Oso ruso, cuyo poderío militar se dice que desataría guerras en el Báltico como en Ucrania y donde quiera. Pero parece ser fantasma, nomás, porque el turismo ruso se expande en toda Europa y particularmente en Estonia, Letonia y Lituania, donde es claro que existe, aunque diluido, un temor histórico frente al enorme vecino. Países pequeños en territorio y de pocos habitantes, a lo largo de diez siglos fueron arrasados por potencias extranjeras (Dinamarca, Suecia, Alemania y Rusia por lo menos). Pero hoy eso para nada parece desvelar a quienes voy conociendo.
Por cierto, en el irreprochable, silencioso e impoluto tren bala que me lleva de Helsinki a San Petersburgo (tres horas y media atravesando bellas colinas y llanuras colmadas de nieve y pinos), recibo un e-mail que me envían amigos del Movimiento de Afirmación Yrigoyenista, el viejo MAY que fundara hace más de 20 años el inclaudicable senador por el Chaco Luis “Bicho” León. Estos militantes radicales proclaman: “Abandonar la obcecación por Macri y por el PRO que nos cierra el entendimiento, es prioritario”.
Mientras escribo esto, ya en territorio ruso y con temperaturas bajo cero que compiten con las de Finlandia, continúo preguntándome por qué extraña razón, que parece de colonizados, en Argentina dirigentes y también funcionarios se desvelan por las reiteradas malas calificaciones de nuestro país en los informes PISA, que no son más que una relación comparativa del nivel de rendimiento e inteligencia de ciertos grupos de estudiantes de diversos países (algo más de 60), sometidos a exámenes cada tres años, y que sin embargo acaba siendo considerado una especie de evaluación de la calidad educativa. En la cual, obviamente, el Tercer Mundo siempre califica mal.
En Finlandia y otros países en los que la educación goza de enorme prestigio social; donde los docentes son respetados por su autoridad en la escuela y en la sociedad; y donde las demandas alimenticias y de salud están en niveles óptimos, es casi natural que sus niveles históricos de eficiencia en los informes PISA hagan pensar que su sistema educativo es poco menos que perfecto. De hecho siempre, cada trienio, están en el tope. Pero el pequeño y enorme detalle que tal idea no considera es que el informe PISA no evalúa sistemas educativos, sino más bien los promedios de inteligencia de los mejores estudiantes de cada país.
Por eso no es difícil explicar el fenómeno finlandés, basado en su elevadísimo nivel de ingreso per cápita y en el rol del Estado en la planificación. Algunos ejemplos: el calendario escolar es de 190 días y además la semana escolar ronda las 30 horas, o sea seis horas de clase por día, de lunes a viernes, y con un máximo de 24 alumnos por clase. Los niños empiezan su vida escolar recién después de cumplir siete años, porque antes no se los considera maduros para aprender. La educación finlandesa (gratuita y obligatoria) atiende a los niños entre los siete y los dieciséis años, e incluye asistencia sanitaria gratuita, una comida caliente por día en el establecimiento escolar (cubre el 30 por ciento de la dieta básica) y también es gratuita la provisión de todos los libros y materiales escolares que cada niño/a va a necesitar durante su crecimiento.
Se descarta la memorización y, para evitar la competencia, los chicos no rinden exámenes ni reciben calificaciones hasta que cumplen once años. Los informes a los padres no son numéricos sino descriptivos, y valoran especialmente la curiosidad y la imaginación. Se estimulan la creatividad y la experimentación, y se fomentan la participación, el emprendimiento y la colaboración grupal. Se da enorme importancia al aprendizaje de idiomas (los niños fineses dominan tres o cuatro lenguas). Y como si eso fuera poco, a todo estudiante que vive a más de cinco kilómetros de distancia de su escuela el Estado le paga el transporte.
Mientras ellos ahora dicen que están en crisis porque en los últimos dos PISA no fueron primeros, aunque continúan en el podio, es obvio que a nosotros nos toca aprender muchísimo. Pero no de PISA sino de conciencias educativas como la de la sociedad finlandesa, y no para imposibles copias que resultarían grotescas. Bien harían los políticos y dirigentes argentinos en estudiar un poco más y hablar un poco menos al cuete.
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