Perspectivas de agentes educativos ante situaciones y problemas de violencia en contextos de práctica profesional
El histórico supuesto de una violencia escolar la concibe intrínseca a las instituciones educativas y circunscripta a sus fronteras. Es una designación arbitraria que dificulta enfocar el fenómeno en sus relaciones sociales. En ese marco, la autora analiza los resultados de su investigación de tesis que indagó cómo nombran, actúan y reflexionan los agentes educativos las situaciones y problemas de violencia que se les presentan.
El presente artículo, en continuidad con lo realizado, retoma ideas de la especialista en educación Karina Kaplan, investigadora de la facultad de Filosofía y Letras, quien sostiene que es necesaria una desagregación de la “unidad de sentido” violencia-escolar, para hablar de las violencias en plural, habida cuenta de los múltiples modos en que se presentan en las instituciones educativas. Ante la imposible neutralidad de las palabras que nombran a las violencias y del carácter tentativamente constructivo de las hipótesis que las explican (2006), Kaplan propone pensar a las violencias como cualidades relacionales, como propiedades entre las personas y con las instituciones sociales, y como tales, pensables únicamente en su contexto.
El histórico supuesto de una violencia escolar la concibe intrínseca a las instituciones educativas y circunscripta a sus fronteras, cada vez más difíciles de delimitar. Se trata de una designación arbitraria que construye valoraciones sobre la escuela y sus participantes, dificultando enfocar el fenómeno en sus relaciones sociales, de las que las escuelas y sus actores forman (y toman) parte. En ese marco, realicé la Tesis de Maestría en Psicología Educacional titulada “Perspectivas de agentes educativos ante situaciones y problemas de violencia en contextos de práctica profesional” con el objetivo de explorar qué tipos de problemas los agentes educativos nombran como “violencia”, dónde están localizados, cómo son construidos, qué perspectivas participan en esa construcción y qué apropiación desarrollan de las mismas y de las demandas de otros agentes en torno a los problemas. Además, la tesis analizó su implicación en los problemas, cómo y con quiénes decidieron y actuaron en la intervención cuando enfrentaron problemas de violencia en la escuela, qué se propusieron, cuál fue su objeto/objetivo y sobre qué-quién-quiénes actuaron. También analizó las herramientas utilizadas, su emergencia y los sentidos otorgados, si pudieron fundamentar su uso y si analizaron diferentes condiciones de producción de los resultados obtenidos. La tesis fue realizada con la dirección de la profesora Cristina Erausquin y trabajó con agentes educativos en Talleres de Reflexión sobre la Práctica en dos escuelas de nivel medio de gestión estatal del área metropolitana. Los talleres se conformaron en contextos específicos de indagación, donde los participantes revisitaron experiencias de su práctica, las pusieron en debate y realizaron diferentes ejercicios de problematización. El proceso incluyó el uso de cuestionarios, entrevistas en profundidad y confección de relatos sobre situaciones-problema de violencia en contextos reales de trabajo. El presente artículo analiza algunos resultados.
Emergentes de un proceso de reflexión sobre la acción:Las primeras exploraciones advirtieron una característica compartida en las perspectivas de los agentes educativos, consistente en situar a los problemas de violencia en escenas que tuvieron como protagonistas únicamente a los alumnos/as; quienes fueron ubicados principalmente como agresores (en relación a sus pares o hacia el propio docente), y en algunos casos como víctimas de violencias provenientes de su entorno familiar, o afectados por problemas originados en el contexto socioeconómico. Las situaciones mayormente tipificadas como violentas por los agentes fueron escenas que irrumpieron en el contexto cotidiano escolar, relacionadas fundamentalmente con las nociones de incivilidades, microviolencias e indisciplinas, como formas tenues que no revisten mayor gravedad, pero que resultan muy frecuentes.
Si bien las escenas se situaron en la escuela, los agentes señalaron al contexto previo y externo a la misma –particularmente a las familias y a los barrios donde habitan los estudiantes– como el lugar de origen y causa de los problemas. La institución escolar no fue relacionada en ningún momento con los problemas identificados y fue más bien visualizada como espacio de ayuda, contención e inclusión, ante el contexto de precariedad y violencia que sus voces caracterizaron. Incluso cuando se enunció la pregunta acerca de “cómo la escuela trató esos problemas”, las respuestas se personalizaron en lo que hicieron o no los docentes, con preocupaciones acerca de los límites de sus roles en la división del trabajo, pero sin caracterizar modalidades de funcionamiento institucional, el uso de taxonomías y clasificaciones, o mejor dicho, las formas de violencia simbólica extensamente problematizadas por elaboraciones académicas y debates políticos en el campo educativo.
Si seguimos los aportes de Bourdieu y Passeron (1977), la violencia simbólica es la más difícil de identificar, debido a su carácter de invisibilidad y al desconocimiento de su ejercicio. En el caso de la experiencia escolar, al decir de Dubet (2002), se trata de una violencia del mismo sistema escolar, que procede de la paradoja de una escuela masificada que se define, a la vez, como democrática y meritocrática, que homogeniza a la par que distingue y clasifica. Su bajo reconocimiento suele ser el resultado de la interiorización y naturalización de las relaciones de poder desiguales que regulan las formas de transmisión de la cultura escolar. Pero además, es probable que en las condiciones de trabajo de los agentes participantes de esta investigación, las formas de violencia simbólica no sean las que revistan mayor preocupación. Por ejemplo, al preguntarles su opinión sobre el hecho de que todos sus relatos mencionaron únicamente situaciones de violencia protagonizadas por estudiantes, sus respuestas redundaron en la gravedad de los procesos de crisis y vulnerabilidad social que delimitan las experiencias y conductas de los jóvenes y en la frecuencia de dichas situaciones. Así, los esquemas de apreciación sobre lo prioritario llevan a que los problemas vinculados a las formas de violencia simbólica e institucional no sean visualizados, y que persista una suerte de punto ciego de la escuela en su auto-observación.
El hecho no es menor. Pues reconocer y afrontar la violencia como elemento presente en el orden escolar, permite re-considerar su rol en el sistema de desigualdad social, estructurado y reproducido en las prácticas escolares. Al decir de los investigadores franceses Dubet y Martuccelli (1998), existe una violencia que se vincula al proyecto escolar moderno, hoy en crisis y posible transformación. Por esa razón, su problematización es necesaria, sobre todo si es realizada por sus protagonistas, principales agentes de cambio. Los problemas de violencia en las escuelas no se limitan a la reproducción de conductas violentas “importadas” del “mundo externo”, sino que se entraman en la constitución y funcionamiento del propio dispositivo escolar, cuyas prácticas pueden estar contribuyendo a su imposición y naturalización. Esto no sólo afecta a los estudiantes, sino que genera una serie de sufrimientos para docentes, directivos y otros agentes que, en el ejercicio de la autoridad pedagógica deben imponer –o resistirse a– la selección arbitraria de la cultura contenida en el curriculum y en el orden disciplinario, que oculta relaciones de fuerza subyacentes a su selección, asegurando la reproducción cultural y social.
Posiblemente este punto ciego en la visión sobre el problema se relacione con una de las dificultades descubiertas en las intervenciones que los agentes despliegan. Por un lado, los agentes se mostraron implicados en la resolución de los conflictos, visualizando procesos que subyacen como determinantes de las violencias, tales como la exclusión, el maltrato o la precariedad. Se ubicaron de forma activa en la toma de decisiones sobre la intervención, con pertinencia respecto a su rol, con preocupaciones sobre si su accionar era el correcto y brindando ayuda efectiva. Acciones tales como “conversar”, “contener”, “abrazar”, “acercarse” “dialogar” “apelar al buen vínculo” y “proteger”, fueron frecuentemente nombradas, e indican la prevalencia de acciones de carácter afectivo, desde el acercamiento corporal y la palabra contenedora, como intento de evitar peligros mayores, o bien de recomponer vínculos luego de la situación violenta. Sin embargo, tales acciones aparecieron desvinculadas de los aspectos cognitivos y pedagógicos, dirigidas a aspectos puntuales del problema y a objetivos únicos: la mejora de algunas relaciones, conductas o actitudes estudiantiles. Las herramientas utilizadas no se vincularon a aspectos pedagógicos o específicos del campo de actuación. Las más nombradas fueron la palabra, el diálogo y la conversación, aunque algunos casos puntuales incluyeron la confección de un acta o sanción normativa, pero sin fundamentación acerca de su uso. En otros casos –minoritarios–, cuando los agentes implicaron acciones educativas tales como “contar cuentos”, “realizar una actividad reflexiva”, “cambiar de clima y sacarlos a alguna actividad al aire libre”, no las incluyeron de forma articulada a un proceso de intervención, sino más bien como tácticas ocasionales ante la inmediatez de los problemas emergentes. Dicha particularidad resulta llamativa dado que determinados saberes pedagógicos, específicos del trabajo docente, particularmente los ligados a la transmisión y construcción de conocimientos, fueron escindidos o puestos en suspenso ante las situaciones de violencia en la escuela.
El desafío que estas indagaciones sugieren es el de incluir una mirada y una acción de revisión sobre los espacios pedagógicos, para encarar educativamente el tratamiento de los problemas. Sobre este punto, el pedagogo francés Philipe Meirieu (2008) señaló la búsqueda de un acto fundante de una pedagogía contra la violencia, no basado en la prohibición de la expresión que se suscita a través de la violencia, sino en la búsqueda de un medio para que dicha expresión se realice por la vía de otros registros. Ello supone la construcción de nuevos marcos rituales escolares, estructurantes de diferentes formas de relación social y elaboración de conflictos que incluyen por ejemplo la democratización del régimen escolar, el trabajo reflexivo sobre las normas y leyes que regulan la vida cotidiana y sobre el ejercicio de la autoridad, la contextualización del currículum en la elaboración de contenidos vinculados las vivencias estudiantiles, el replanteo de las formas de evaluación y el alojamiento de la diversidad en las aulas. No es una tarea a resolver de la noche a la mañana, pero su planteo permite construir un contexto de crítica y la posibilidad de nuevas formas de relación y regulación de las prácticas. También la psicoanalista argentina Silvia Bleichmar (2008) retomó como desafío histórico la reconstrucción compartida de legalidades como principio educativo, no equiparables a la puesta de límites externos, sino a la construcción de principios habilitantes de la inclusión social y educativa. Dicha perspectiva busca superar la penalización y criminalización de menores con las que se ha enfrentado históricamente a las violencias en las escuelas, acciones que confunden la constitución de sujetos éticos con sujetos disciplinados. La apuesta implica afirmar condiciones para el pensamiento, la palabra y el reconocimiento entre semejantes en las instituciones escolares dado que, al decir de Bleichmar, la escuela tiene que cumplir una función, que es la producción de subjetividad.
Se vuelve imprescindible la generación de estrategias que actúen sobre condiciones estructurales e institucionales en las que las personas desarrollan sus prácticas, incluyendo sus cogniciones y significaciones, a través de acciones articuladas, significativas y consensuadas en la comunidad escolar. Las culturas que las escuelas ofrecen se entraman significativamente en las relaciones intra e intergeneracionales que se despliegan en su cotidianidad, y por ende, en el desarrollo subjetivo de sus actores. Así, educar es construir entretejidos de lo cotidiano y lo científico, lo particular y lo universal, lo nuevo y lo viejo, lo cercano y lo distante, la familia, el grupo de pares y la escuela, el significado y el sentido (Cazden 2010). Ello supone conformar equipos de trabajo en tramas relacionales para la construcción conjunta de problemas e intervenciones, y posibilitar las interacciones al interior de la escuela (EOE, aula, dirección) y con agencias del contexto extraescolar, para la expansión de la mirada e intervención sobre los problemas.
Como se advierte, la propuesta no es “des-escolarizar” el nombramiento de la violencia, sino contextualizarlo, para enfocar el fenómeno en su complejo entramado de relaciones sociales, interpersonales e institucionales y delimitar distintos niveles de intervención educativa, siempre en términos colectivos.
* Licenciada en Psicología, docente e investigadora de la UBA.
carolinabdome@gmail.com
Bibliografía:
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